Cuando se despertó, no recordaba nada de la noche anterior, “demasiadas cervezas”, dijo al ver mi cabeza, al lado de la suya, en la almohada… y la besé otra vez, pero ya no era ayer,
sino mañana.
Y un insolente sol, como un ladrón, entró por la ventana. El día que llegó tenía ojeras malvas y barro en el tacón, desnudos, pero extraños, nos vio, roto el engaño de la noche, la cruda luz del alba.
Era la hora de huir y se fue, sin decir: “llámame un día”. Desde el balcón, la vi perderse, en el trajín de la Gran Vía.
Y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, una vez me contó, un amigo común, que la vio donde habita el olvido.
La pupila archivó un semáforo rojo, una mochila, un peugeot y aquellos ojos miopes y la sangre al galope por mis venas y una nube de arena dentro del corazón y esta racha de amor sin apetito.
Los besos que perdí, por no saber decir: “te necesito”.
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